ESTEBAN ORDÓÑEZ/ HOPPES Nº9
Las investigaciones revelan que las bandas juveniles no son el conato de delincuencia organizada que se proyecta en la sociedad
Se entienden. Si se enfrascan en una reyerta, si se buscan el respeto, se entienden. Luego unos hablarán de pelea, otros de pito; lo mismo es. Habrá felicitaciones o quizá pensamientos de venganza, choques de manos que más parecen un juego secreto de trileros. Pero a ambas partes, los jóvenes sentirán cómo el amarillo chillón, los pañuelos de la frente, las botas de punta reforzada o las bombers les echan raíces en la sangre. “La jerga es distinta, pero la semántica es la misma: la cultura del respeto. La vida del grupo es una constante búsqueda de prestigio mediante la comparación con otras pandillas”, afirma Bárbara Scandroglio, catedrática de Psicología Social de la Universidad Autónoma de Madrid. Sin embargo, esta escena es parte del mito, de la asunción por parte del grupo de la imagen violenta proyectada desde los canales de comunicación social. La violencia, como apunta el profesor de la Universidad de Lleida y Doctor en Antropología Social, Carles Feixa, “es un instrumento de cohesión, pero no un aspecto central de la vida del grupo”.